LA MIRADA TORCIDA


 

LA MIRADA TORCIDA (e-book)

LA MIRADA TORCIDA (libro impreso)

"LA MIRADA TORCIDA" es una novela de ficción, con referencias históricas al tormentoso siglo XX en el Río de la Plata y algún guiño al suspense y la novela negra. Protagonizada por el “Chiche Martínez”, un criollo que reinó en el universo rioplatense; para algunos fue un conquistador, para otros un canalla; los primeros le hicieron héroe de leyenda; los segundos juraron venganza. Hizo historia por sus caprichosas pasiones, su influencia en la política y su éxito en los negocios y el amor.


Uruguay estrena siglo XX con un inmenso crecimiento de su capital, Montevideo, en cuyos barrios residenciales se inauguran suntuosos hoteles frente al mar, casinos de lujo, salas de baile donde suenan famosas orquestas de tango, valses y milonga. El glamour europeo luce sus mejores galas y traslada sus hábitos mediterráneos al Sur de clima templado y aromas atlánticas, lejos de los conflictos bélicos que asolan Europa. 



El Hotel Casino Carrasco en el corazón del barrio montevideano del que adoptó su nombre (inaugurado en 1921) y el Argentino Hotel (1930) en Piriápolis, balneario en pleno surgimiento, donde las aguas del Atlántico se mezclan con las del "Río ancho como mar" (antiguo nombre del estuario del Plata), constituyen un símbolo de aquel lujo, aquellos bailes y aquellas vidas. Erigidos con creatividad arquitectónica y sensibilidad turística, atrajeron tanto a la nobleza europea como a los nuevos ricos americanos y atraparon las miradas anhelantes de las jóvenes que emigraban del interior del país a la capital, buscando un futuro lejos de la rutina simple y permanente de las estancias.     
    

La música constituye una alfombra mágica que sobrevuela escenarios dinámicos conduciendo a los personajes al ritmo que marcan los tiempos en el panorama nacional e internacional.


El índice de la novela, deja claro el protagonismo de la música en la novela.




Tras la celosía


Nunca imaginé que el Chiche moriría de viejo. Mauro Martínez Gómez era un morocho alto, de piernas finas como hilos y rodillas como nudos; yo no entendía cómo aquellos miembros inferiores sin un triste músculo podían soportar el peso de la enorme barriga que se le juntaba con el estómago, el típico vientre hinchado por el alcohol y las comilonas. Hablo de cuando era muy joven, luego fue a peor. Lo más atractivo de aquel tipo era el pelo negro, ondulado y muy abundante, igual que el bigote: áspero y contundente. 

¡Sus borracheras eran tan sonadas!, le gustaba trasnochar, volvía de madrugada cantando porquerías desde el boliche, haciendo eses y despertándonos a todos, sobre todo en verano que dormíamos con las ventanas abiertas. A veces se caía en el jardín, no encontraba la llave, tropezaba con el escalón y empujaba con rabia el portón de hierro que chirriaba fuerte y agudo hasta recolocarse en su sitio.

El caso es que cuando estaba sobrio y bien vestido, su cara de criollo canalla y tanguero enmarcada por aquel pelo morocho a juego con el abundante bigote, cortina indiscutible de unos labios gruesos y sensuales, atraía mucho a las mujeres. Pero en short de baño o hecho una piltrafa como volvía cada noche, daba pena.

La primera vez que lo vimos desde nuestro jardín, asando parrillada en la churrasquera de ladrillo, mi hermana Aurora y yo no podíamos parar de reírnos, porque con traje y corbata parecía alguien pero casi desnudo, resultaba ridículo. Se había puesto un bañador con elástico apretado a la altura del ombligo; pero del elástico hacia abajo, todo era vuelo, parecía una faldita de ballet, ¡ese era el tipo duro del que tanto hablaba el barrio! No recuerdo qué edad tendría entonces, él nació en 1910, era hijo del “Viejo Martínez”, un estibador viudo, famoso por lo mismo que el hijo: escandalosas borracheras, adicción a las Milongas y poco más. Cuando yo le conocí llevaba muchos años viudo, a los Martínez las mujeres no solían durarle mucho tiempo. Se podría decir que aquella era una familia masculina, con la única excepción de Esther, a la que seguían llamando “Nena” cuando ya había pasado el metro setenta de altura y era una mujerona de piernas largas y rodillas amenazantes, con hueso picudo y saliente en el centro, como proyectiles dispuestos a disparar a los niños que osaran acercarse. Yo tenía la sensación de que la única hermana del Chiche, se había masculinizado para adaptarse y merecer el apellido de la saga. El resto eran machos: un medio hermano llamado Carlos, de cuya madre nunca se supo nada, y otro un poco mayor que el Chiche, al que llamaban “Nene”; aquella familia no había invertido creatividad en motes ni apodos, aunque reconozco que nunca hallé justificación para que al Chiche  le llamaran con ese sinónimo amable de “juguete”, ¡maldito juguete!, ¡las niñas que habrá estropeado el muy cabrón!

En el Uruguay de la primera mitad del siglo XX sobraba el dinero y el trabajo. Las vacas pastaban en libertad por prados y latifundios, crecían felices y gordas, daban buena leche  y las carnes tenían sabor y textura exquisitos.

Mientras en Europa la Gran Guerra (1914-1918) dejaba los campos rodeados de cadáveres y las familias huérfanas y hambrientas, este país pequeño con balcón de esquina al Río de la Plata, se dio el lujo de pronunciarse neutral, disfrutó de ese estatus y se enriqueció vendiendo carne y productos agroalimentarios a los dos bandos, el malo y el bueno, ¿qué más da el color del dinero? El dinero venía de todas partes y anclaba en la capital, Montevideo. Detrás del dinero van las personas,  para ganarlo como sea, abriendo sus bolsillos, carteras y bolsos para que entre mejor, instalando comercios de todo tipo y abriendo paso a cualquier cliente, al que compre, al que pueda pagar, al que engorde las arcas, los cofres y las cajas fuertes.

Montevideo era una especie de paraíso soñado para los esclavos de la zona rural,  enorme y con muy pocos dueños: familias de apellidos ilustres con estanciero al frente, primogénitos caprichosos, capataces consentidos y milicos bien comprados para obedecer sus designios y tapar las mugres sucedidas dentro de las alambradas.

Montevideo vestía de fiesta, con teatros, cultura y bailes, con balcones y ventanas abiertas a las playas; mostrando un panorama rico, joven y moderno, sin manchas de miseria entre sus calles, pero si te ponías lentes y mirabas más allá del Cerro que dio nombre a la ciudad[1], veías asomar los Cantegriles[2], heridas marginales que se formaron, crecieron y engordaron con las gentes desgraciadas e ignorantes que huían del campo, abordando el difícil reto de escapar de la esclavitud que envolvía a toda su familia. Caminaban de noche atravesando campos y caminos deprisa y sin equipaje, soñando con llegar a la capital, esperando que les recibieran con los brazos abiertos y un empleo digno, cargados con la confianza de merecer la oportunidad de estudiar,  de ganar su derecho a olvidar vejaciones y humillaciones y quien sabe cuántas cosas más.    

Muchas de las primeras pobladoras de aquellos tumores suburbanos llamados Cantegriles fueron jovencitas, hijas de las familias esclavas que trabajaban en las haciendas de apellidos relevantes de la alta sociedad y la política uruguaya; muchachas que huían de los abusos sexuales de señoritos, hacendados, capataces, capitanes, coroneles, comisarios, simples agentes amparados por sus uniformes….. Escapaban por la noche, sin ajuar, ni maleta ni dinero, llegaban andando sudorosas y se ofrecían para trabajar en cualquier casa limpiando, cuidando niños, vendiendo frutas o cocinando. Las que corrían peor suerte, pocas horas después ejercían la prostitución en la Ciudad Vieja, cerca del puerto y el  Mercado Central. Otras acababan prestando el mismo servicio que pretendían los hacendados y señoritos pero en una casa señorial en pleno Centro o en las Ramblas de Carrasco o Pocitos. Sólo unas pocas lograban emplearse en una empresa con nómina y contrato, entonces  disfrutaban la sensación placentera de ser dueñas de su vida y sus decisiones. 

En aquel Uruguay que estrenaba siglo XX no estaba permitida la esclavitud y los patriotas más que saberlo, lo creían, pero aquel Uruguay no era país para mujeres. Aquel país pequeño entre dos gigantes (Argentina y Brasil), presumía de ser laico pero practicaba dogmas de una religión bicéfala: Machismo y Patriotismo, cuyos templos ocupaban las calles, las playas, las leyes, las vidas y hasta los cuerpos que creían transitar libremente por allí. Machismo y Patriotismo se escondían bajo el estandarte de la democracia, etiquetados de libertad. El Chiche fue uno de los Ministros más prolíficos de ambas religiones, o quizá el Sumo Sacerdote de esos valores fundamentales, los únicos a los que era fiel.

En aquel Montevideo donde corrupción, machismo y miseria se escondían bajo mantos teñidos de sudor y sangre; disfrazados de paz y neutralidad, triunfó y se expandió rauda la “empresa privada”, defendida como el símbolo absoluto del éxito de aquel país tan pequeño, acomplejado por los dos gigantes que le rodeaban: Argentina (quince veces mayor que Uruguay) y Brasil (cuarenta y cinco veces mayor!). Las calles aún sin asfaltar se fueron llenando de pequeños comercios mientras en la Avenida 18 de Julio abundaban los bancos internacionales, las grandes galerías de moda con varios pisos, las zapaterías de lujo, las confiterías con aromas, chocolates y pastelería exquisitas, restaurantes, hoteles, cines, teatros…, 18 de Julio se convirtió en el Brodway del Sur y aquellos patriotas ortodoxos que pisaban sus aceras cada tarde, creían competir con el gigante  norteamericano y estar en posición de vencer. La afluencia de turistas, tanto de países vecinos como de latitudes lejanas, contribuyó a la subida del producto interior bruto pero también al encubrimiento de la corrupción y otros delitos.   

Los Martínez se movían, vivían y comerciaban alrededor del eje secundario de Montevideo: la Avenida: “8 de Octubre”, en el barrio llamado “La Unión”, justamente en la calle Pernas instalaron su primer negocio: el “Lavadero América”.


 

Las noches del “América”

 

El 19 de diciembre de 1928 se inauguró el “Lavadero América” y el dinero empezó a entrar a raudales en los bolsillos de los Martínez.

 

Carlos propuso la idea que había ido gestando debajo de aquel colchón de pelo negro y rizado que era una seña de identidad de los Martínez y que el mayor de los hermanos lucía sobre una cara trapezoide, de frente lisa y mofletes hinchados como si ensayara varias horas al día con un saxofón o una trompeta. Pero no, al gordo de los Martínez no le atraía la música, era adicto a otras sustancias terrenales de la vida. Él propuso aquella idea que le surgió de tanto observar el movimiento comercial de la ciudad, andando de bar en bar, catando desayunos, copas, comidas copiosas, meriendas femeninas y cenas tentadoras. El gordo de los Martínez se dio cuenta que un lavadero era un chollo, un negocio seguro, con clientes institucionales y privados, empresarios y particulares, todos necesitaban ropa limpia de casas y negocios, trajes, sábanas, cortinas, manteles… todos! Hasta el ejército, así que no dudó en esperar al Coronel López-Zuloaga, dueño de “Rosas Rojas”: un quilombo sito en la esquina de Veracierto y Avenida Italia, que Carlos frecuentaba con asiduidad; pasaba buenos ratos allí dentro, invitado por el Coronel a cambio de algún chivatazo sobre quién o qué pretendían sus enemigos en la política o en el cuartel.

El Coronel López-Zuloaga, alias “el Chancho” era ambicioso. Carlos también, así que se explicó con claridad, le ofreció ser el cuarto socio de un negocio brillante: “el Lavadero América”. Entre grappas[3] y brindis negociaron los porcentajes. El Gordo de los Martínez y el Chancho llegaron a un acuerdo enseguida: el Coronel ponía el capital para el local, las máquinas, vehículos, personal y todo lo que hiciera falta pero se adjudicaba el cincuenta por ciento del negocio. “Pero che, nosotros somos tres y vos uno” protestó Carlos, pero el Coronel ya estaba pidiendo el whisky para celebrar aquella sociedad y una lapicera para firmar. “No me jodas, Gordo, firmá rápido que vamos a brindar, nos vamos a forrar che, ya sabés que conmigo vienen los cuarteles con sus manteles, sábanas, toallas, uniformes y el Ministerio de Defensa entero!, ¿qué me decís? Y por supuesto mis rosas rojas, claro, ¿firmás o no firmás gordo?”.  Firmó y  se pusieron hasta el culo de alcohol para celebrarlo. Ambos eran adictos a la grappa en vasitos pequeños que se bebían de un sólo trago, pero para sellar aquel comienzo que cambiaría la historia de la patria y de los Martínez, era imprescindible el whisky de contrabando, “¡tiene otro sabor, che, mucho más refinado! Vos arreglá con tus hermanos, a mí no me compliques la vida, yo ya tengo la mitad del negocio, entre ustedes se reparten la otra mitad, yo confío en vos, gordo, te invito a una putita, dale, cojete a la que quieras”.  

Entre copas y putas sellaron el contrato de aquella sociedad, brindaron por los proyectos que muy pronto harían ricos a los Martínez y más rico todavía al Coronel. Sí, el Coronel sería socio del lavadero donde  todos los cuarteles de Montevideo, y probablemente del resto del país, lavarían la ropa sucia…., muy interesante la propuesta del gordito.

El Coronel ponía la guita, la clientela y una inmunidad sin límites ante cualquier emergencia, garantizada por la jerarquía militar pero, ¿qué aportaban los Martínez? Carlos sabía que su capital fundamental era la maestría del Chiche en la instalación, funcionamiento y reparación de las máquinas de lavado y planchado de ropa. El Nene era un bulto fácil de manejar, ignorante e inútil pero obediente y sin ambición, mano de obra conformista y complaciente, no daría problemas. Él sabía cómo gestionar un negocio, eso creía, “es algo innato” -se decía a sí mismo-.  

No perdieron el tiempo. Alquilaron el local de la calle Pernas, se estrecharon las manos para cerrar como caballeros el acuerdo de aquella sociedad, porque todos eran hombres de honor y podían ir con la cabeza bien alta, puntualizó el Chiche. El cincuenta por ciento del lavadero pertenecía al Coronel y el otro cincuenta a los hermanos Martínez, tres partes iguales que no se molestaron en calcular ninguno de los tres.

 

Aquel no era país para mujeres, pero en el Lavadero América había trabajo para todas. El Lavadero América era como las minas de oro del lejano Oeste norteamericano. El poder lo concentraban los  tres hermanos Martínez y cada uno manejaba a su antojo, los hilos que le interesaban.

Carlos lo anotaba todo. Él no era hombre de máquinas, ni de cargar peso ni de mancharse las manos con otra cosa que no fuera tinta, comida o dinero. Comía y bebía demasiado, a todas horas, como lo reflejaba su figura redonda y sus pómulos inflados a la tierna edad de veintipocos.

Anotaba la ropa sucia recogida por el Chiche en la camioneta y la que salía ya limpia para el reparto. Anotaba el importe en pesos y el pago en su fecha correspondiente. Anotaba las deudas que generaba el Ministerio de Defensa, incluyendo los manteles, sábanas y toallas de los negocios privados del Coronel López-Zuloaga: el quilombo de Veracierto esquina Avenida Italia, la pizzería de Camino Carrasco y Arrayán, el chalet de tres plantas frente a la playa de los Ingleses que era la vivienda privada del Coronel con su esposa, una mujer regordeta a la que Dios seguía empeñado en negarle la maternidad. El Ministerio tardaba en pagar pero jamás revisaba las cuentas. Carlos empuñaba un lápiz negro de punta hiriente y afinada, para deleitarse en privado marcando cada factura cobrada, babear contando billetes arrugados, con olor a bolsillo de macho apurado, juntarlo en montones separados y ocultarlos con recelo al fondo del cajón izquierdo del escritorio marrón oscuro que ocupaba más de la mitad de su despacho; después se aseguraba de que no había sido espiado, colocaba el cuaderno de tapas rojas encima, unos cuantos archivos y papeles delante y cerraba el cajón con llave. Instantes después abría la puerta, como si todo estuviera limpio y él dispuesto a atender al primero que entrara y ocupara la silla, también marrón oscuro, frente a él.   

Carlos era el contable, el encargado de contratar, pagar y despedir al personal, pero sin el Chiche el lavadero no funcionaba. Que las lavadoras giraran arrastrando la mugre hacia el abismo, que las secadoras sudaran la humedad robada a las prendas recién lavadas y que las planchadoras exprimieran y estiraran manteles, sábanas, toallas y trajes de fiesta, soltando el vapor intenso y alisador que las dejaba espléndidas y a gusto del cliente, dependía del talento deductivo y las manos hábiles de aquel experto mecánico: el Chiche, él lo sabía y se exhibía por los pasillos, orgulloso de tener en sus manos las riendas de aquel negocio, con la cabeza bien alta, dejándose querer por las muchachas trabajadoras. El Chiche ponía en movimiento los motores del lavadero América y de la camioneta verde de recogida y reparto que él conducía. Preparaba la ruta después de que el “Nene” cargara los paquetes de ropa limpia debidamente etiquetados, intercalando según convenía geográficamente, los domicilios de recogida de las prendas sucias; tenía un dominio absoluto del trazado urbanístico de la capital, que más de una vez le facilitó ofrecer a alguna de las empleadas, llevarla hasta su casa puesto que pasaba por la puerta, aunque faltaran unos minutos para terminar sus ocho horas de trabajo. “Qué buena persona es, no parece el jefe” rumoreaban algunas. “Es un camaleón, no te fíes”, decían otras sin más explicaciones. 

El Chiche tenía sus métodos para controlar al personal, femenino en su totalidad. El poder lo concentraban los tres hermanos Martínez y se habían dividido los roles de tal modo que encajaban divinamente con la personalidad e intenciones de cada uno.

El Chiche era mañoso con las manos y rápido con el cerebro, había trabajado en el “Lavadero Artigas” y allí había mimado cada pieza de las máquinas, tocado sus elementos cuando Evaristo, el técnico, las desarmaba como si desvistiera a un hijo suyo, las limpiaba casi acariciándolas para volver a montarlas, orgulloso de su funcionamiento, del ruido sin roces de cada rueda, cada tornillo, todo equilibrado, armonioso, perfecto, bien colocado. El Chiche empezó a trabajar allí a los ocho años; un día salió de la escuela y al día siguiente estaba trabajando, nunca volvió a las aulas. Quedó fascinado con aquellas moles que impregnaban de sonido y vapor la sala de máquinas del lavadero. Su tarea preferida era ayudar a Don Evaristo, alcanzarle las herramientas aprendiendo el nombre y la utilidad de cada una, enchufar y desenchufar, sujetar las piezas a la altura necesaria, luego atornillar o desatornillar según le ordenara el mecánico y más adelante colocar en el lugar adecuado cada pieza del rompecabezas mágico que hacía que aquello fuera un lavadero, que cada obrero cumpliera su tarea y cada cliente pagara su factura satisfecho de la limpieza y planchado de su ropa, del olor a limpio de sábanas y manteles. Fueron casi nueve años, un tiempo más que suficiente para aprender los secretos mecánicos y convertirse en experto en reparación y funcionamiento de aquellas máquinas que lavaban, secaban y planchaban; el Chiche salió del Artigas para entrar en el negocio familiar, convencido de dominarlas a la perfección, las desarmaba, las montaba y hasta fabricaba algunas  piezas cuando se rompían, tratando metales con yunques y martillos, porque el lavadero no podía pararse esperando a que los proveedores de aquellos artefactos importaran las piezas del lugar de origen (solían ser alemanas, inglesas, norteamericanas) 

Sí, el Chiche era hábil con las manos y rápido con el cerebro. Conducía la camioneta y tenía en sus manos el funcionamiento del negocio, presumía de su dominio sobre aquellos monstruos gigantes metálicos, hasta el veinte de diciembre de mil novecientos veintinueve.

 

 

Aquel año no estaba acabando bien para los Estados Unidos de América, aunque acá abajo, en el Río de la Plata, no se notara. En el Norte, se habían acostumbrado al oro y la abundancia pero en 1929 se abrió una especie de agujero negro donde caían los inversores que se suicidaban por haber perdido su capital financiero, allí se mezclaban, porque la muerte no entiende de clases, con trabajadores cualificados y sin cualificar que habían visto quebrar a su empresa, cerrar las puertas sin pagarles la última nómina, dejándolos a merced de la pobreza; familias que habían llevado una vida normal hasta entonces y ahora recorrían caminos y carreteras a pie, tras haber sido desahuciados de sus viviendas, despedidos de sus trabajos…, pero en el cono sur, en el rinconcito agudo que formaba la ciudad de Montevideo, en el barrio de la Unión y más concretamente en la calle Pernas, el lavadero América resplandecía, acababa de celebrar su primer año de vida.

Al Chiche se le acumulaban los festejos, sin terminar la rueda de celebraciones, borracheras y milongas por su diecinueve cumpleaños, el cinco de diciembre, empezaban ya los brindis, asados, comilonas y visitas al quilombo de López-Zuloaga de los machos Martínez, para beber, comer y demás juergas típicas, celebrando el éxito rotundo de  aquel negocio brillante que ya estaba obligando a la competencia a cerrar sus puertas; por cierto que una de las primeras víctimas fue el lavadero Artigas.

El diecinueve de diciembre de mil novecientos veintinueve, los Martínez salieron del quilombo de Veracierto y Avenida Italia a las cinco en punto de la mañana, con  la ilusión de empezar, esa misma noche, después de terminada la jornada laboral, otra ristra de fiestas por la Navidad, el Año Nuevo y los Reyes. El Chiche dejó al Viejo Martínez en su casa y sin bajarse de la camioneta condujo hasta el lavadero, dispuesto a echar un vistazo y, si no había nada urgente para entregar o recoger, echarse a dormir en cualquier rincón, prepararse para otra juerga nocturna. Los vapores alcohólicos le nublaban la visión y además tenía sueño, pero no le pasaron desapercibidas las primeras turistas que llegaban ya a la playa del Buceo.  Diciembre era un mes maravilloso, una fiesta continua, en el marco caluroso del verano, con las playas llenas de vicio y turismo. Se restregó los ojos, aparcó frente al lavadero y le dieron la noticia: la planchadora grande estaba averiada. Los pedidos se acumulaban limpios pero sin posibilidad de ser planchados ni entregados a tiempo. Los cuarteles podían esperar, pero los hoteles, casinos y restaurantes, no.           

Así que el Chiche olvidó el sueño aunque volvió a restregarse los ojos, esta vez con más fuerza que antes; fue al baño, se lavó la cara, se secó las manos, pidió que alguien le trajera un café del boliche del gallego, acercó un taburete a la máquina, se sentó con una pierna a cada lado del soporte al suelo y viéndose rodeado por las catorce trabajadoras, pendientes de aquella odisea que esperaban acabara en hazaña, ordenó que le trajeran la caja de herramientas que tenía en el escritorio de Carlos. Le gustaba mandar, ser admirado, tener a las empleadas tan cerca, respirándoles al cogote casi, esperando que su Dios, su Maestro, su Héroe (él), lo resolviera con su toque mágico, su vuelta de tuerca, su encaje perfecto de un trozo cualquiera de hierro en el agujero que había quedado triste, solo, destapado, sin nada que apretar. Trataba con cariño aquellas máquinas y a las empleadas, a todas las chicas las llamaba igual: “Querida”, a algunas les molestaba pero nadie protestaba. Algunas justificaban el tratamiento admitiendo que desconocía el nombre de las empleadas porque eran muchas; “no te fíes”, decían otras sin más explicaciones.

El Chiche manipulaba las máquinas como un cantante su micrófono y su voz cuando sale al escenario y le reciben con aplausos, sin saber aún cómo va a cantar, si les va a gustar, si va a estrenar un tema nuevo o si les va a complacer con el repertorio de siempre; su narcisismo crecía a medida que pedía un destornillador y una mano femenina se lo extendía inmediatamente. Necesitó espacio para depositar los tornillos y demás elementos desarmados y le trajeron una mesa entre cuatro chiquilinas, se la pusieron allí al lado mismo, para que él se ocupara de lo importante, sin tener que levantarse. Se sentía tal y como le veían: el Dios Chiche, el Dios Macho, el que se sienta a la derecha del Dios Patria. Y así comenzó la operación reversible, ahora las piezas, tornillos y otros elementos fueron recolocándose en su sitio hasta que la planchadora estuvo ya en situación de examinarse, de probar su funcionamiento.

¿Hazaña o tormento?, parecían preguntar las caritas de aquellas trabajadoras que deseaban continuar con su trabajo ya, llegar a tiempo con los pedidos resueltos, cobrar el aguinaldo extraordinario de Navidad, que les permitiría celebrar la Nochebuena con su familia, comer algo rico, especial, distinto, comprarse algún vestido, tomar algún helado en la playa, cada una tenía su ilusión particular; todas esperaban aquel aguinaldo, la máquina tenía que funcionar.

El Chiche se restregó otra vez los ojos y decidió zanjar el enigma antes de pedir otro café. Sabía que le miraban con ansia y admiración, así que bajó la palanca esperando el aplauso.

El vapor intenso, caliente, irrefrenable inundó la sala de máquinas del lavadero, impidiendo ver qué estaba sucediendo detrás de aquella cortina compacta y húmeda. Se oyó un alarido de macho herido. Un gemido de niño-viejo, continuo, breve, ensordecedor y alarmante; la denuncia de una tragedia definitiva. Grito ahogado y llanto contenido se mezclaron después en una tristeza discreta y perenne de aquel proyecto de hombre barrigudo y patifino, que tenía miedo de parecerse a un hombrete o peor aún, a un titirindanga, porque había proclamado siempre que “los hombres no lloran”. Aquella mezcla de horror, vapor e invisibilidad advertía de lo terrible e irreversible que estaba sucediendo detrás de la cortina, detrás de aquel espejo grande de la entrada, ahora más opaco que nunca.

El Nene andaba por ahí, justo al lado del enchufe, así que más por casualidad que por ingenio, desenchufó la máquina, se hizo hueco entre el vapor, atravesó  la sala  y ordenó que pidieran una ambulancia. Abrió el ventanal para que saliera el vapor y se pudiera ver el alcance de la tragedia: ahí estaba la mano izquierda del Chiche  atrapada entre las dos tablas de la planchadora, pegada por el calor, abrasada completamente, los cuatro dedos en un bloque, el pulgar libre era ahora el responsable absoluto de la funcionalidad de aquella mano joven y estropeada durante la eternidad, para el amor y la mecánica.             

Alguien tendría que levantar aquella tabla pero nadie se atrevía ni a preguntar cómo. “Hay que esperar al médico”, sugirió alguien. El Chiche lloraba, ya sin gritar, parecía dormirse bajo la cortina acuosa y salada que cubría su rostro barbudo y cansado, parecía un hombre mayor, no un chico de diecinueve años recién cumplidos. Sin embargo, no podía pensar en otra cosa que en jugar al fútbol, en cuánto le gustaba patear una pelota hasta meter un gol y sentirse aclamado por la muchedumbre del barrio agradecido; nunca como en aquel momento supo con tanta certeza que lo que él deseaba ser en la vida era jugador de fútbol. 

El Nene, el más parco de los hermanos, se puso al mando de la crisis. Ordenó a una de las chicas que en cuanto él enchufara la máquina, ella levantara la palanca elevadora de la plancha y así lo hicieron, la joven temblando de miedo, dudando de su capacidad para mover una simple palanca, como si la vida de aquella mano atrapada, que olía a carne quemada, dependiera de ella. Nadie quería levantar aquella tabla secuestradora, nadie quería ver qué había sobrevivido allí dentro ni en qué condiciones, nadie quería afrontar el momento crítico, ni siquiera Carlos, que se escondió detrás de la columna para ver sin ser visto. Cuando el Nene dijo ya, la plancha se elevó y aparecieron los cuatro dedos atrapados, quemados, reducidos a huesos descarnados, pegados, oliendo a crematorio. El pulgar victorioso, salvado, el más rápido, el único que había tenido tiempo de escapar; más tarde diría el médico “la prensión de la mano izquierda no está totalmente comprometida”, pero todo lo demás, sí. El Chiche no sabía qué quería decir el galeno, qué mierda era la prensión, él necesitaba saber si lo peor era el dolor o la pérdida de tantas cosas a las que dedicaba aquella mano, de todo lo que había aprendido a hacer y a disfrutar con aquellos dedos largos y finos convertidos en una masa informe. Se desmayó justo cuando apareció la ambulancia. En el trayecto al hospital se soñaba pateando una pelota con la camiseta del Club Deportivo Unión (CDU).

Hasta aquel día el Chiche había creído que los hombres no lloraban, pero lloró y tuvo miedo de no ser un hombre, de quedarse en hombrete o peor aún, convertirse en un titirindanga.

En el hospital Pasteur trataron aquel amasijo de carne quemada y huesos pegados, con vendas y apósitos pero no le dieron esperanzas de recuperar la separación de los dedos ni la integridad de la piel. El pulgar se proclamó emperador de aquella mano que guiada por la cabeza del Chiche, no renunció a casi nada. Encargó un guante de cuero a medida para esconder el bloque de piel y huesos pegados y achicharrados y se dispuso a conducir, reparar máquinas, acariciar, comer y realizar todas las funciones que había hecho hasta entonces, sin renunciar a nada. No se quitaría jamás aquel guante de cuero, juró, nunca enseñaría aquel estropicio al mundo, porque no quería verlo ni él mismo.    

 

El Chiche, el técnico, el chofer, el del guante de cuero, el que seguía llamándolas “Querida” cautivaba los sentidos de las hembras jóvenes, repitiendo idénticos argumentos con todas; además de mediocre, cobarde, creído y narcisista, era un tipo con mucha suerte. Acariciaba los oídos femeninos con palabras de apoyo a la lucha por los derechos de la clase obrera, con un discurso aprendido a la medida de aquel tiempo, aquella situación, aquellas subalternas suyas. Empezó imitando a los líderes sindicales que se estrenaban en las fábricas y grandes empresas públicas y privadas, para despertar las risas en las reuniones a las que acudía el Coronel, apoyando las burlas y amenazas agresivas que proferían las clases altas, el gobierno, la policía y el ejército a la clase obrera y a quienes se arriesgaban dando la cara para exigir salario digno, derecho a huelga, jornada laboral de ocho horas, vacaciones pagadas y demás reivindicaciones, animando a obreros y obreras a sindicarse y organizarse. Imitaba tan bien a los aspirantes a líderes sindicales que más allá de cosechar las risas de los colectivos poderosos y las invitaciones constantes a copas y putas, empezó a perorar entre sus empleadas como si se creyera realmente lo que estaba diciendo y ellas le creyeron inmediatamente,  así ganó la confianza incondicional y el aprecio absoluto de sus empleadas. A solas con alguna chica o ante un grupo de varias de ellas, a las que invitaba a tabaco, repetía constantemente sus famosas frases “yo soy pobre pero honrado” para que las chicas lo consideraran más compañero que jefe y le confesaran sus miserias, necesidades, puntos débiles de los que aprovecharse si hiciera falta. “Lo  triste no es ser pobre sino no saber serlo”, -decía bajando los párpados y levantando la cabeza-, sentencia con la que pretendía parecer tan humilde como ellas, conformarse en la pobreza, y conseguía que no se avergonzaran de llevarle a su barrio, invitarle a sus casas de hojalata y acabar metiéndose en su catre.  Acusaba y criticaba a sus propios hermanos, sobre todo a Carlos, llamándolo explotador. Y cuando las operarias del lavadero caían en la trampa de creer tal victimismo y estaban a punto de llorar, les soltaba  “yo puedo ir siempre con la cabeza bien alta”, como si eso fuera lo fundamental en la vida, era su manera de recitarle que el honor estaba por encima de la riqueza… y remataba la faena. Había elaborado un discurso a medida de sus necesidades, combinando frases que enaltecían el valor de la clase obrera mientras su mano derecha exploraba los huecos prohibidos de aquellas jóvenes confiadas y agradecidas, vejando sus tesoros más íntimos sin consentimiento.

 

 

Carlos intervenía para contratar,  explotar y, despedir en las situaciones sin remedio, como aquella que les dio la ocasión de brindar un agradecimiento muy especial al Coronel López-Zuloaga, al que tantos favores debían; gracias a él y sus contactos, el lavadero América se había convertido en uno de los negocios más prolíficos del país. ¡La cara que puso el Chancho, cuando aparecieron con el bebé recién nacido fue un poema!

Carlos había preparado bien el terreno para no restar solemnidad a aquel regalo para toda la vida, pretendía que se notara que era un pago de agradecimiento muy sentido. Lo citó de urgencia en el lavadero, con la prisa de las cosas graves y sin ninguna explicación previa. El Chancho entró hasta el fondo sin explicar nada, dejando a los tres milicos que le servían y protegían en el jeep militar con el motor en marcha aparcado en la esquina. Sólo tardó unos minutos en volver a aparecer con el bebé en brazos. “Nene, traé el regalo del Coronel”, ordenó Carlos a su hermano en cuanto le vio entrar. El Nene apareció enseguida con el bulto entre los brazos; abrieron el paquete, envuelto en un rebozo de lana blanca, siguieron quitando envoltorio y cuando comprobaron que era un machito, el Coronel puso esa cara de poema. “Corré, dale la sorpresa a tu mujer, lleváselo enseguida, ella sabrá cómo alimentarlo y cambiarlo y todo eso que tanto les gusta a las mujeres”. El Coronel salió de allí corriendo, orgulloso, mirando al bebé López-Zuloaga. De allí al jeep hasta la puerta de su casa, sin preguntar nada. Su mujer, encantada de ser madre por fin, tampoco preguntó nada.

 

El Nene llevaba y traía, traía y llevaba. El Nene no tenía un colchón de pelo rizado y negro encima de la cabeza, sólo hilos, fibras estiradas y correctamente tejidas para ocultar el cuero cabelludo, de un castaño oscuro corriente. Tampoco tenía los ojos finitos y casi cerrados por la gordura de los mofletes como Carlos ni elípticos y desafiantes como los del Chiche, ni amparados en las cejas negras y abundantes. El Nene tenía los ojitos redondos y castaños de los insectos que espían sin curiosidad,  dominados por la pereza, esperando un agente externo que cambie la actualidad, la situación, el conflicto o la inercia. El Nene no tenía unos labios gruesos como el Chiche ni finos como Carlos. El Nene pasaba inadvertido, para lo malo y para lo bueno, nadie sospechaba de su presencia inocua. Era una especie de portador de todo, de rumores, de encargos, de los ires y venires de la competencia…, sabía si alguien se estaba planteando abrir un nuevo lavadero, en qué zona, con qué medios y clientes contaba, qué máquinas había comprado, qué precios cobraba…, y si no lo sabía, se enteraba. Buscaba, sobornaba y encontraba. Así fue como conoció a Andrés Añón, quien por un módico precio les proveía de personal barato, eficaz, de buen ver y mejor hacer. Andrés se colocaba cada día al amanecer en el punto exacto para reclutar personal laboral para las empresas montevideanas. Lo más solicitado eran mujeres jóvenes, recién llegadas de pueblos del interior, huidas por la noche, hijas de familias esclavas, jóvenes con la pubertad recién estrenada que habían recibido ya el primer toque obsceno de los estancieros, capataces, a veces de sus propios hermanos durmiendo hacinados cada noche y no estaban dispuestas a seguir pariendo esclavitos como sus hermanas, sus madres, sus tías, primas y  vecinas. 

El Lavadero América era un buen cliente de Andrés Añón. Presentaba las candidatas al Nene, éste decidía quien sí y quien no, las que sí las llevaba al despacho de Carlos que extendía el contrato, informaba del horario y el salario y enseguida las ponía a trabajar. El último en conocerlas era el Chiche, que empezaba luciéndose como un Narciso sin espejo, exhibiéndose como un cazador manco y mirando con avidez de depredador hambriento, como si escondiera dentro de los pantalones algo grande para darle a las chicas.

El Chiche hacía su selección particular para sorprender después a cada presa aislada de las demás, esperando la ocasión de encontrarlas solas o apuradas; era entonces cuando se mostraba complaciente con la clase obrera, víctima de aquella patronal que eran sus hermanos y su socio. El muy hipócrita criticaba la rigidez de Carlos con la misma contundencia que había criticado ante Carlos la parquedad del Nene para mandar y sancionar, para exigir el cumplimiento estricto del horario, para castigar a quien llegara tarde, impedir que se marcharan antes, controlar que no perdieran tiempo en el baño… Ante las trabajadoras, se refería al Chancho como “el innombrable”, aparentando que a él los uniformes le desagradaban, que era un joven rebelde y progresista, un empleado más entre aquellas pobres empleadas. Y ellas lo escuchaban obnubiladas, le creían, confiaban en él, lo admiraban.

El Chiche, astuto como un buitre, emitía sus discursos hipócritas en cualquier rincón, fingiendo con pasión su condena a la patronal (de la que formaba parte), defendiendo con ardor a las débiles muchachas, oliendo la proximidad de una presa nueva. Y allí las tenía enseguida, comiendo de su mano, se dejaban llevar a casa  en la camioneta verde sin saber lo que les esperaba. “El compañero Chiche, tan amable, me recoge a las siete en la esquina para que no llegue tarde. No le puedo invitar a casa porque me da vergüenza que sepa donde vivo, en este rancho de latas cochambrosas”. Pero el Chiche olía la pobreza de lejos y sabía que pobreza es debilidad y debilidad es presa fácil, así que en cuanto acertaba a convencerse que la susodicha era una habitante más de aquellos Cantegriles, que vivía en un cuartucho, bajo unas cuantas chapas y cartones entre los que se hacinaban varias familias, combinando adultos, niños, hombres y mujeres, le saltaba encima, sin piedad ni derecho al pataleo. No faltaban familias alcahuetas que animaban a las chicas a “pillar” al jefe con un casamiento apurado, un embarazo o una denuncia. Había de todo, no se podía decir que los malos estaban a un lado y los buenos al otro. Pero el ave rapaz siempre escapa volando, sin pagar sus facturas; la presa en cambio, queda malherida, difamada, estropeada para siempre.  

¡Tantas chicas huyeron del campo, de estancieros y capataces para acabar entre las garras de jefes y empresarios!; ¡el lavadero América fue testigo de tantos casos así! El Chiche cautivaba, engañaba y seducía, el Nene aprovechaba algún que otro despojo cuando su hermano se hartaba y Carlos las despedía en cuanto amenazaban con dar problemas. Los tribunales eran obedientes a las autoridades militares y el Coronel López-Zuloaga estaba muy agradecido por todo.



[1] Cerro de Montevideo: En 1516, el vigía de la expedición de Juan Díaz de Solís, al divisar el Cerro, gritó “Monte vide eu” (yo veo un monte).  

[2] Cantegriles: villa miseria, chabolas… viviendas marginales, de chapa y cartón, construidas en terrenos  propiedad privada o pública por gentes sin techo

[3] Grappa: aguardiente italiana de alta graduación, muy bebida en los boliches uruguayos del siglo XX


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